Aproximadamente un año de trabajar como estatua viviente
en la avenida más concurrida de esta apestosa ciudad que me vio nacer. Nunca
sucede nada emocionante; solo te paras sobre una base que debes fabricar de
cualquier material que tengas a mano, debes disfrazarte de algo llamativo, por
ejemplo, uno de mis colegas se disfraza de pirata, otro de constructor, uno más
se disfraza de caballero de la edad media y así, la variedad de personajes es
casi infinita; debes esperar inmóvil hasta que algún transeúnte curioso quiera
saber que rayos haces, entonces deposita una moneda en el recipiente que debes
tener decorado para tal finalidad y empiezas tu rutina, haces cualquier
estupidez que supongas que tu personaje realiza y haces feliz a todo mundo,
punto, es todo lo que exige tu labor, paciencia, mucha paciencia.
Era un sábado común y corriente, caluroso, demasiado
caluroso para ser la primera semana de diciembre; todo ocurría como se supone
que debe ser: yo con mi disfraz de superhéroe de colores rojo y azul y mi
máscara que me convierte en aquel que pende de los edificios, la gente
entregada a su maldito consumismo estúpido de fin de año y los niños que
observan absortos las estatuas humanas que adornamos todo el paseo desde la
estación de buses hasta el parque central de la ciudad.
Todo parecía ir bien, pero a eso de las cinco de la
tarde, una hora antes de largarme para ir a gastar lo ganado en algún bar
cercano, un niño de aspecto alegre e inocente, de unos seis o siete años de
edad, se me acercó y depósito una triste moneda de cinco centavos en el
recipiente destinado para activar mis acciones. Obviamente comencé mi rutina,
todo eran contorsiones y maromas simulando la persecución a un delincuente
entre los edificios de la ciudad. Al finalizar, me agaché para darle la mano al
pequeño ciudadano, pero él, en lugar de darme la mano me dio un enorme abrazo,
pero no un abrazo de aquel que toca a su superhéroe favorito, no, este fue un
abrazo desesperado, como de aquel que huye entre la oscuridad y abraza el
primer rayo de sol de la mañana. Entonces, aquel infante me dijo las palabras
más tristes y desesperadas que he escuchado en toda mi vida, palabras que aún
en los momentos en los que estoy ahogado en alcohol barato, resuenan en mis
tímpanos, en mis neuronas, en mis latidos. Aquel niño me dijo esa tarde:
-Por favor, ayúdame, necesito un favor grande. Quiero que
te lleves a mi papá, es un hombre malo que le pega a mi mami siempre que
regresa bolo a mi casa. Mi abuelo vive con nosotros, pero ya es muy viejito
para defender a mi mami; cuando lo ha intentado, mi papi le ha pegado muy
fuerte y le ha sacado mucha sangre. Yo corro a esconderme cuando él llega,
porque le gusta jugar a un juego muy feo conmigo, no sé por qué le gusta
hacerme tantas cosquillas por todo el cuerpo, en especial entre mis piernas,
pero no me gusta, y si me niego me pega. Tengo miedo de que mate a mi mamá o a
mi abuelo, por favor no dejes que lo haga más. Ya le he rezado a diosito y al
ángel de la guarda, pero parece que me he portado muy mal porque no responden a
mis ruegos; solo tú puedes ayudarme ahora porque he visto en la tele que ayudas
a todos… Me tengo que ir, sino me va a regañar mi mamá, adiós, te quiero mucho…
Aquel niño entonces salió corriendo entre la multitud y
yo me quedé sentado el resto de la tarde sobre mi pedestal, pensando, llorando
en silencio tras mi mascara, con la boca llena de silencio y las manos vacías
de esperanza.
Por eso estoy hoy aquí, porque no puedo fallarle a aquel
niño que me pidió su ayuda, porque al menos una cosa buena debe hacer uno en la
vida para no haber pasado anónimo a través de ella. Por eso vine esta noche a
este puente a hacer mi última función como superhéroe, porque a un niño que
pide ayuda no se le pueden hacer oídos sordos. El viento frío de fin de año
provoca que mi cuerpo tiemble demasiado, la oscuridad sublime de aquel vacío
negro bajo este puente hace que mi vida empiece a pasar rápidamente frente a mí
y hace que recapacite sobre lo poco bueno que he hecho en mi vida y sobre todo
lo malo que cometí, que es mucho más.
Por fin, he tomado valor para saltar al vacío y solo
puedo pensar en el niño que pidió mi ayuda; caigo y acelero a cada metro, en
unos segundos todo terminará pero me voy con la satisfacción de haber liberado
a aquel niño de su martirio, porque para todo aquel que no me conoció, que le
baste saber que mi nombre es (o era) Pedro y que aquel niño que se acercó a mi
aquella tarde, era mi hijo.
Memo Prado
Impactante relato. Gracias por compartirlo.
ResponderBorrarVaya final... Me a dejado un sabor extraño y una impresión aun mas difícil de describir, en fin, muy bueno.
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