Por
Diana Vásquez Reyna
Hablar de derechos de las mujeres es algo
complejo y amorfo. Complejo porque la historia universal, que por lo regular ha
sido recopilada y contada solo a la mitad (los hombres), ha relegado a las
mujeres a los espacios domésticos, pasivos, discretos y para muchos
irrelevantes. Esa historia también nos ha contado versiones distorsionadas de
las mujeres como cuando la psicología las llamó histéricas, o como cuando la
religión y el miedo las nombraron brujas, blasfemas y pecadoras.
Es amorfo, porque actualmente muchas y
muchos creen que ya es un tema resuelto, como si no nos bastara que ya podemos
votar y trabajar… Aún no entendemos la dimensión ni la forma de lo que se
requiere para vivir cambios reales en el día a día.
En Guatemala, el calendario gregoriano
marca el año 2017 y se siguen aceptando las explicaciones biológicas para
zanjar y callar todas las opiniones sobre la desigualdad, la discriminación, la
misoginia, el machismo, el aborto y la violencia.
Estamos en pleno siglo XXI y hace unos
días, el 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer, un incendio en un hogar
de acogida acabó con 43 niñas que estaban al cuidado del Estado. Algunas de las
sobrevivientes están embarazadas después de haber soportado torturas de todo
tipo y constantes violaciones sexuales.
El mundo entero ha presenciado hogueras que
arden con cuerpos de mujeres. Durante el oscurantismo de la Edad Media y un
poco más, muchas mujeres que no se adaptaron a los cánones sociales
masculino-femenino fueron llamadas brujas y llevadas a la hoguera.
Al respecto, Silvia
Federici expone: El hecho de que las víctimas, en Europa, hayan sido fundamentalmente
mujeres campesinas da cuenta, tal vez, de la trasnochada indiferencia de los
historiadores hacia este genocidio; una indiferencia que ronda la complicidad,
ya que la eliminación de las brujas de las páginas de la historia ha
contribuido a trivializar su eliminación física en la hoguera, sugiriendo que
fue un fenómeno de significado menor, cuando no una cuestión de folclore.
En 1911, en Nueva York, 146 mujeres jóvenes,
la mayoría migrantes, murieron en un incendio en la fábrica
Triangle Shirtwaist, donde trabajaban en condiciones deplorables.
Atrapadas detrás de puertas cerradas con llave y fuera del alcance de
las escaleras de los bomberos, las jóvenes mujeres murieron quemadas o, en su
desesperado intento por escapar del calor y las llamas, al saltar de las
ventanas del noveno piso de la fábrica. La única escalera de emergencia se
desplomó bajo el peso de las mujeres que, aterrorizadas, trataban de huir, se lee en un artículo de la
Organización Internacional del Trabajo escrito el 8 de marzo del 2011.
Hay otro tipo de hogueras simbólicas. En 2009, la atleta sudafricana Caster Semenya
fue cuestionada y sometida a pruebas de feminidad porque su rendimiento era
demasiado bueno para ser mujer, además de que su aspecto físico era más bien
“masculino”.
Hace unos días en una plática entre
mujeres, una de ellas afirmaba: Cuando
era joven, yo parecía hombre. Su relato se
refería a que se sentía en la libertad de tener más de una pareja sexual, algo
que aún creemos que es un derecho exclusivamente masculino, supuestamente mal
visto pero aceptado socialmente como característica varonil.
En el primer semestre del 2016, 17,000 niñas
y adolescentes dieron a luz. En Guatemala está tipificado como delito tener
relaciones sexuales con un menor edad; sin embargo, parientes cercanos (padres,
tíos o hermanos) son quienes las violan y las embarazan, en la mayoría de los
casos. Luego la sociedad entera obliga a esas niñas y adolescentes a que asuman
el papel de “ser madres”.
Los cuerpos de las niñas y mujeres han sido
violentados desde el principio de la historia. La misma Biblia tiene tantos de
estos relatos, crímenes incluso cometidos por favoritos de Dios, como el rey
David. En fin, toda la historia que conocemos de la humanidad ha justificado la
negación y el desprecio sistemático a que las mujeres disfruten sus derechos
como personas.
Claro, actualmente las mujeres tenemos más
derechos que antes, pero aún no decidimos todo lo que deseamos ni tenemos los
mismos privilegios que los hombres. El trabajo doméstico todavía no se comparte
a partes iguales entre hombres y mujeres. Todavía tenemos una sociedad binaria,
que toma el rosa y el azul como algo natural. Hay pocos espacios y tiempo para
que las mujeres se reúnan entre ellas o hagan deporte, como lo hacen con toda
libertad sus compañeros. Una mujer tiene más difícil comprar una casa o decidir
tener hijos o no, o caminar en la calle sin ser acosada o agredida.
Si hay que celebrar el 8 de
marzo, es para reconocer los logros que se han conseguido y los esfuerzos individuales
y colectivos para que las mujeres tengan una vida más digna, pero también es de
recordar que a muchas mujeres, desde niñas, se les ha negado todo. Conmemorar las
vidas que fueron violentadas y arrebatadas porque fueron catalogadas de segunda
o tercera categoría.
Elena Salamanca escribió ayer esta frase visceral
sobre las niñas guatemaltecas: Las encerraron con candado, murieron calcinadas.
Antes, mucho antes, las abusaron, las vulneraron, las criminalizaron. Ser niñas
en Guatemala, en Centroamérica, es en gran medida eso, una estela violenta de
poquísimos años.
El 8 de marzo es solo una
fecha, sí, pero una importante para cuestionarnos por qué seguimos permitiendo
como sociedades que ardan hogueras, reales o simbólicas, con cuerpos de niñas y
mujeres.
Lamentablemente, ser hijas de hogares disfuncionales las convierte, ante la opinión pública, en delincuentes que merecían morir. Ojalá algún día el sistema cambie y en realidad les brinde protección.
ResponderBorrar