Correr para preservar la vida es peor de lo que alguna
vez imaginé, correr y hacer caso omiso del dolor que mis piernas cansadas
provocan es la menor de mis preocupaciones. El viento refresca mi rostro, pero
el calor de aquel atardecer incinera mis pulmones con cada inhalación. Intento
perderme entre el laberinto que forman estos estrechos callejones, pero mi
perseguidor es rápido, demasiado rápido, ambos conocemos estas calles, ambos
las hemos recorrido infinitas veces desde que somos niños.
Quisiera poder echar a andar el tiempo hacia atrás, ver
el sol salir de oeste a este, ver como el vaso roto se reconstruye astilla por
astilla, pieza por pieza. Quisiera nunca haber participado de aquel negocio
sucio que tanto dinero prometía, pero es tarde y ni el vaso roto se reconstruirá
ni el sol cambiará su dirección ni él dejará que yo escape.
Mis pasos comienzan a ser más lentos y mi respiración
comienza a volverse un jadeo cansado; sus pasos se escuchan cada vez más cerca
y parece que el cansancio en él cede paso a la rabia. Miles de imágenes
recorren mi mente, miles de recuerdos auguran un violento desenlace. Dicen los
ancianos que cuando uno está a punto de morir, toda la vida pasa frente a sus
ojos; yo no estoy al borde de la muerte (aún) pero mi mente comienza a presentirlo.
De pronto me detengo en este callejón, lo recuerdo
perfectamente: estrecho, romántico, el farol en la parte superior de estas
diminutas gradas, la ventana desde donde aquella anciana amargada siempre nos
regañaba por nuestra insolencia juvenil. Sí, este es nuestro callejón, el lugar
desde donde planeábamos bebernos la vida de un sólo trago, las gradas en donde
la música de los Beatles se volvió la banda sonora de nuestras aventuras, el
farol que cada noche iluminó nuestros sueños de grandeza, el lugar que albergó
la mejor etapa de nuestras vidas en medio de aquel barrio tan violento y
podrido.
No puedo seguir huyendo, mis piernas no tienen más fuerza,
prefiero sentarme en estas gradas, bajo este farol que comienza a encenderse
mientras la tarde comienza a darle paso a la estrellada noche sin luna.
Esperaré aquí hasta que él me alcance y haga lo que tenga que hacer, lo que
decida hacer.
Instantes después sucede lo inevitable, él está frente a
mí, agitado, con un arma de fuego en la mano y una placa que lo identifica. Yo
lo observo desde acá arriba, triste, con sabor a derrota en la boca. Él me
observa desde allá abajo, decepcionado, con rabia en sus ojos. Nadie dice nada,
sólo se escucha a los lejos el eco de las sirenas de las patrullas, de los
gritos de los policías y de los perros callejeros aullando.
Él guarda su arma y sube lentamente las gradas, su rostro
sigue siendo el mismo de cuando éramos unos adolescentes llenos de futuro, sólo
unas cuantas arrugas cortan su rostro y unas cuantas libras extra llenan su
ropa. Yo creo que sigo siendo la misma persona de esos años, sólo que con unos
cuantos pecados encima, con unos cuantos delitos por pagar. Se sienta a mi lado
y recita algunas palabras que no escucho, supongo que me ha preguntado porqué
hice lo que hice y que qué vamos a hacer ahora; él siempre fue tan correcto y
yo siempre tan fuera de las normas.
Maldita pobreza, maldito gobierno, maldita vida que juega
tan sucio con el destino de las personas. ¿Por qué él tenía que ser tan
correcto?, ¿por qué yo tenía que ser tan incorrecta?, ¿por qué tenía que
volverse policía?, ¿por qué tenía que volverme una delincuente?, ¿por qué no
podía él ser un oficial corrupto como todos los demás? Maldita existencia
tercermundista, estúpidas preguntas sin respuesta.
Tomo disimuladamente el cuchillo que siempre llevo
conmigo escondido bajo mí blusa, como si de un crucifijo se tratase, lo empuño
fuertemente para asestar un violento golpe pero veo sus ojos y comprendo que no
hará nada, puedo notar en su mirada como la rabia ha desaparecido. Con la mano
que tengo libre acaricio su cabello y antes de decirle algo él me mira y con un
tono grave, entrecortado y melancólico me dice que la vida es una mierda, que
él nunca deseó que esto pasara, que siempre me ha amado, desde que éramos unos
chiquillos inocentes e ingenuos. Suelto el cuchillo y con las dos manos lo
abrazo fuertemente, después de todo siento que seguimos siendo los mismos chiquillos.
Él llora desconsoladamente y yo me siento tan culpable de su amargura. Malditas
decisiones equivocadas, si tan sólo yo nunca hubiera aceptado unirme a aquella
pandilla de traficantes de armas y drogas, si tan sólo el dinero fácil no
hubiera tenido aquel sabor a dulce victoria, si tan sólo yo nunca hubiera
cedido a la tentación, si tan sólo él nunca hubiera decidido ser policía, todo
fuera diferente.
Ambos nos hemos quedado en silencio bajo aquella tenue
luz, pensativos, con la mirada perdida, sumidos en la eternidad de aquellos
escasos minutos que nos dan una tregua en este juego de policías y ladrones que
ambos jugamos desde hace algunos años ya. Me levanto y le tiendo la mano, él la
toma y se levanta, ambos nos abrazamos y esta vez los dos lloramos
desconsoladamente. Las miradas se cruzan y de nuevo los recuerdos de aquellas
noches infinitas, de las canciones que endulzaban nuestros oídos y de nuestra
desaparecida felicidad, vuelven a nosotros; por un instante, tan sólo un
instante, la felicidad parece estar al alcance de nuestras manos.
Sin decir una palabra nos soltamos y sonreímos, tal vez
el futuro pueda ser diferente, tal vez el destino sí pueda ser mi
responsabilidad, tal vez tenga una oportunidad de cambiar mi vida.
Bajo corriendo las gradas como lo hacía en aquellos años,
alegre, enamorada, esperanzada. Vuelvo la vista para observarlo una vez más y
lo veo ahí, de pie, con el arma en la mano, apuntándome, halando el gatillo una
y otra vez.
Memo Prado
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