miércoles, 21 de junio de 2017

Policías y Ladrones




Correr para preservar la vida es peor de lo que alguna vez imaginé, correr y hacer caso omiso del dolor que mis piernas cansadas provocan es la menor de mis preocupaciones. El viento refresca mi rostro, pero el calor de aquel atardecer incinera mis pulmones con cada inhalación. Intento perderme entre el laberinto que forman estos estrechos callejones, pero mi perseguidor es rápido, demasiado rápido, ambos conocemos estas calles, ambos las hemos recorrido infinitas veces desde que somos niños.

Quisiera poder echar a andar el tiempo hacia atrás, ver el sol salir de oeste a este, ver como el vaso roto se reconstruye astilla por astilla, pieza por pieza. Quisiera nunca haber participado de aquel negocio sucio que tanto dinero prometía, pero es tarde y ni el vaso roto se reconstruirá ni el sol cambiará su dirección ni él dejará que yo escape.

Mis pasos comienzan a ser más lentos y mi respiración comienza a volverse un jadeo cansado; sus pasos se escuchan cada vez más cerca y parece que el cansancio en él cede paso a la rabia. Miles de imágenes recorren mi mente, miles de recuerdos auguran un violento desenlace. Dicen los ancianos que cuando uno está a punto de morir, toda la vida pasa frente a sus ojos; yo no estoy al borde de la muerte (aún) pero mi mente comienza a presentirlo.

De pronto me detengo en este callejón, lo recuerdo perfectamente: estrecho, romántico, el farol en la parte superior de estas diminutas gradas, la ventana desde donde aquella anciana amargada siempre nos regañaba por nuestra insolencia juvenil. Sí, este es nuestro callejón, el lugar desde donde planeábamos bebernos la vida de un sólo trago, las gradas en donde la música de los Beatles se volvió la banda sonora de nuestras aventuras, el farol que cada noche iluminó nuestros sueños de grandeza, el lugar que albergó la mejor etapa de nuestras vidas en medio de aquel barrio tan violento y podrido.

No puedo seguir huyendo, mis piernas no tienen más fuerza, prefiero sentarme en estas gradas, bajo este farol que comienza a encenderse mientras la tarde comienza a darle paso a la estrellada noche sin luna. Esperaré aquí hasta que él me alcance y haga lo que tenga que hacer, lo que decida hacer.

Instantes después sucede lo inevitable, él está frente a mí, agitado, con un arma de fuego en la mano y una placa que lo identifica. Yo lo observo desde acá arriba, triste, con sabor a derrota en la boca. Él me observa desde allá abajo, decepcionado, con rabia en sus ojos. Nadie dice nada, sólo se escucha a los lejos el eco de las sirenas de las patrullas, de los gritos de los policías y de los perros callejeros aullando.

Él guarda su arma y sube lentamente las gradas, su rostro sigue siendo el mismo de cuando éramos unos adolescentes llenos de futuro, sólo unas cuantas arrugas cortan su rostro y unas cuantas libras extra llenan su ropa. Yo creo que sigo siendo la misma persona de esos años, sólo que con unos cuantos pecados encima, con unos cuantos delitos por pagar. Se sienta a mi lado y recita algunas palabras que no escucho, supongo que me ha preguntado porqué hice lo que hice y que qué vamos a hacer ahora; él siempre fue tan correcto y yo siempre tan fuera de las normas.

Maldita pobreza, maldito gobierno, maldita vida que juega tan sucio con el destino de las personas. ¿Por qué él tenía que ser tan correcto?, ¿por qué yo tenía que ser tan incorrecta?, ¿por qué tenía que volverse policía?, ¿por qué tenía que volverme una delincuente?, ¿por qué no podía él ser un oficial corrupto como todos los demás? Maldita existencia tercermundista, estúpidas preguntas sin respuesta.

Tomo disimuladamente el cuchillo que siempre llevo conmigo escondido bajo mí blusa, como si de un crucifijo se tratase, lo empuño fuertemente para asestar un violento golpe pero veo sus ojos y comprendo que no hará nada, puedo notar en su mirada como la rabia ha desaparecido. Con la mano que tengo libre acaricio su cabello y antes de decirle algo él me mira y con un tono grave, entrecortado y melancólico me dice que la vida es una mierda, que él nunca deseó que esto pasara, que siempre me ha amado, desde que éramos unos chiquillos inocentes e ingenuos. Suelto el cuchillo y con las dos manos lo abrazo fuertemente, después de todo siento que seguimos siendo los mismos chiquillos. Él llora desconsoladamente y yo me siento tan culpable de su amargura. Malditas decisiones equivocadas, si tan sólo yo nunca hubiera aceptado unirme a aquella pandilla de traficantes de armas y drogas, si tan sólo el dinero fácil no hubiera tenido aquel sabor a dulce victoria, si tan sólo yo nunca hubiera cedido a la tentación, si tan sólo él nunca hubiera decidido ser policía, todo fuera diferente.

Ambos nos hemos quedado en silencio bajo aquella tenue luz, pensativos, con la mirada perdida, sumidos en la eternidad de aquellos escasos minutos que nos dan una tregua en este juego de policías y ladrones que ambos jugamos desde hace algunos años ya. Me levanto y le tiendo la mano, él la toma y se levanta, ambos nos abrazamos y esta vez los dos lloramos desconsoladamente. Las miradas se cruzan y de nuevo los recuerdos de aquellas noches infinitas, de las canciones que endulzaban nuestros oídos y de nuestra desaparecida felicidad, vuelven a nosotros; por un instante, tan sólo un instante, la felicidad parece estar al alcance de nuestras manos.

Sin decir una palabra nos soltamos y sonreímos, tal vez el futuro pueda ser diferente, tal vez el destino sí pueda ser mi responsabilidad, tal vez tenga una oportunidad de cambiar mi vida.

Bajo corriendo las gradas como lo hacía en aquellos años, alegre, enamorada, esperanzada. Vuelvo la vista para observarlo una vez más y lo veo ahí, de pie, con el arma en la mano, apuntándome, halando el gatillo una y otra vez.

Memo Prado

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