Un fraternal saludo a todas las personas que dedican un espacio de su tiempo para leer las publicaciones que compartimos con ustedes.
Hoy queremos compartir con ustedes la primera parte del cuento Paga al salir de la escritora María Renée López Bulask, ella es estudiante de la carrera de Letras en la Universidad de San Carlos y secretaria Bilingüe de profesión. Publicó su primer texto a los siete años en la revista Chicos y ganó el primer lugar en el concurso de poesía del Colegio Interamericano.
Esperamos disfruten de esta lectura.
PAGA AL SALIR
La tarde al fin se refrescaba después de un inusual calor de
medio día. Era mediados de diciembre y comúnmente predominaba el frío. Lorena acababa de ir a dejar a sus hijos a la
casa de su mamá —Así terminaba de dar las últimas vueltas antes del viaje, si
no se aburren—.
Hacía unos meses que cargaba el título de viuda en la frente
y los trámites del testamento, las propiedades y los seguros se habían vuelto
eternos y encajosos. ¡Ni siquiera muerto
dejaba de joder! Pero ya pronto se alejaría
de todo el barullo.
Vestía un discreto vestido negro, muy elegante y de marca
fina por supuesto, el condenado apellido de casada que llevaba a cuestas
significaba estar en combinación perfecta con las joyas autos, ropa, zapatos y
el estatus. Que ni se le ocurriera
siquiera pasar frente a una venta de segunda mano y detenerse en la vitrina.
El semáforo marcó rojo y mientras esperaba el verde, se
detuvo a observar el suntuoso anillo de compromiso y la argolla que competía en
brillo con el sol, mudos testigos que le seguían recordando el martirio por el
que había pasado los últimos años.
Lo conoció al poco tiempo de graduarse del colegio y era el
ideal de toda jovencita adolescente: alto, guapo, de familia adinerada, carro
del año y billetera sin fondo, y como la guinda del pastel, romántico, atento y
extremadamente caballeroso. Casi 10 años
después de esa noche en que la deslumbró, Lorena terminó de comprender que esa
ceguera juvenil fue la que determinó su fatal destino.
Tuvieron un noviazgo como cualquier otro, con altibajos...
más bajas que altas, pero ella siempre justificó su suerte con la típica excusa
“todas las parejas tienen sus problemas, es normal, tanto es el cariño y el
amor que tiene miedo de perderme, por eso me cela, por eso necesita que estemos
juntos todo el tiempo. Seguro es normal… normal…” cuantas veces trató ella de convencerse de
esa normalidad que al final terminó perdiendo la noción de realidad y
farsa. Eventualmente sucedió, se casaron
por todo lo alto, el apellido del patojo lo ameritaba. El vestido de diseñador mandado a hacer al
extranjero, al igual que los zapatos.
Todas las damas vestidas igual, pastel de seis pisos y buffet abierto
para más de 300 almas. Luna de miel en
Europa (y lo que sucedió en Europa allá quedará encerrado en la lujosa
habitación del hotel) y al regresar, una casona nueva, totalmente equipada con
sirvientas, jardinero y chofer, en una de las zonas más exclusivas de la
ciudad, carros de lujo y tarjeta de crédito dorada.
“Para qué vas a trabajar, si necesidad no vas a tener”, le
dijo su flamante esposo y el tema fue el causante de una de las primeras peleas
de la pareja ya como marido y mujer.
Como era de esperarse, al poco tiempo Lorena estaba esperando a su primer
hijo y sus días se vieron llenos de compras, arreglos para el parto, baby
showers y los mejores médicos para ella y el bebé. Nació el primogénito, un hermoso varoncito,
rubio, sonrosado y risueño, al cual Lorena se aferró como tabla de salvación,
esperando y deseando con todas sus fuerzas que las cosas finalmente cambiarían
su rumbo, aunque no le garantizara felicidad eterna, al menos un poco de paz.
Para cuando llegó el segundo muchachito, ella estaba al
borde de la locura. Aquel joven hermoso
y atento del que se enamoró se había convertido, con el paso de los años, en la
personificación de todos sus miedos, al punto de volverse su día a día totalmente
insoportable. Los golpes y moretes nunca
fueron en el rostro o en un lugar visible, “la gente es capaz de inventar cada
estupidez y mal pensarlo todo, ellos no saben nada que todo esto es por nuestro
bien”, le dijo una vez.
El romanticismo y la delicadeza era cosa del recuerdo, sus
elogios y piropos pasaron a ser insultos y humillaciones: “Cómo sos de inútil y
así querías trabajar, sin siquiera controla al servicio podés, no sabes hacer
nada”. Sus hijos eran su único consuelo,
ya que bendito sea el cielo, su flamante marido era de pensar que la crianza
era oficio de mujeres y nunca se metió con la educación en el hogar de los
niños. Ella logró con mucho esfuerzo,
aislarlos de todo el problema y ambos niños creían en ella ciegamente, su padre
era solamente una figura más en su casa.
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El semáforo cambió a verde y ella se limpió las lágrimas del
rostro. Aceleró un poco, para llegar más
rápido a su destino y salir de eso ya.
Hizo un recuento mental de todo lo que tenía que hacer y lo que ya
estaba. Ya tenía los pasaportes, boletos y cheques de viajero. Había pasado al banco por efectivo, uno nunca
sabe, y al salir del banco no pudo evitar detenerse frente a la vitrina de una
tienda de ropa de segunda mano. Se
enamoró de un vestido primaveral con el 50% de descuento que estaba puesto en
el maniquí. Entró, lo pidió, pagó en
efectivo y regresó al auto con el corazón a mil por hora.
Tenía esa sensación en el alma como si hubiese hecho una
travesura, pues obviamente, en el mundo en el que acostumbraba a vivir, este
era un acto descabellado y totalmente innecesario. Pero para ella era el
símbolo de su nueva vida, ese cambio tan anhelado que a su espíritu urgía.
Continuó su camino y en unos minutos divisó el pesado portón
de hierro. Como siempre admiró los
rosales de la entrada, estacionó el auto y se bajó tranquilamente, respiró el
aroma a grama recién cortada y comenzó a caminar. La última vez que había estado en ese lugar
había sido casi un año atrás, en el entierro de su esposo.
Después de un pedante velorio, atascado de gente estirada e
hipócrita, esta era su morada final, estaría junto a sus dos abuelos y un tío,
obviamente en el área de más alcurnia del cementerio. “Tan joven y bueno que era,” le oyó a decir
una viejita que lloraba sonoramente.
“Qué pena que los niños crezcan sin su padre”, murmuraba otra
mujer. “¡¡¡Maldita delincuencia!!!”,
gritaba desconsolada la madre del difunto, que olvidándose de la elegancia del
apellido lloraba a mares a su nene.
Lorena fingió todo el tiempo estar en shock, de igual forma, fingir
había sido el pan de cada día, así que le era tan natural hacerlo.
Había querido divorciarse unos tres meses antes de la muerte de
su marido. Sin decirle a nadie comenzó
los trámites, buscó un abogado y le plateó el asunto. El abogado, un señor serio, de mirada dura
pero franca, le preguntó curioso “¿Contra quién es la demanda?”. En cuanto ella mencionó del nombre del
esposo, el abogado abrió mucho los ojos, colocó las manos sobre el escritorio y
movió la cabeza negativamente. “¡Ay no
señora! Eso no va a salir, nos van a masacrar en el juicio, esto jamás se va a
poder arreglar con un cruce de papeles.
La va a dejar en la calle, le van a quitar a los niños, la van a
desprestigiar en todo. Contra esa
familia no se puede, tienen comprado a medio sistema judicial y la otra mitad…
bueno, algunos les tienen miedo, otros sabemos nuestro lugar”.
Seis abogados más le dijeron lo mismo… “¿Dónde diablos están
los abogados mañosos y corruptos cuando se necesitan?”, pensó angustiada. Al fin se había decidido, al fin había tomado
valor para salir de esa tortura de matrimonio, pero seguro que esos abogados
tranzas estarías del lado de su familia política lo muy menos. El último con el que habló le hizo un
comentario en broma: “Sólo muerto digo yo, que sería capaz de librarse de
alguien como él, las leyes acá no ayudan en estos casos”.
Muero por el desenlace...
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