martes, 6 de octubre de 2020

Paga al salir

Un fraternal saludo a todas las personas que dedican un espacio de su tiempo para leer las publicaciones que compartimos con ustedes. 

Hoy queremos compartir con ustedes la primera parte del cuento Paga al salir  de la escritora María Renée López Bulask, ella es estudiante de la carrera de Letras en la Universidad de San Carlos y secretaria Bilingüe de profesión. Publicó su primer texto a los siete años en la revista Chicos y ganó el primer lugar en el concurso de poesía del Colegio Interamericano. 

Esperamos disfruten de esta lectura. 


PAGA AL SALIR

La tarde al fin se refrescaba después de un inusual calor de medio día. Era mediados de diciembre y comúnmente predominaba el frío.  Lorena acababa de ir a dejar a sus hijos a la casa de su mamá —Así terminaba de dar las últimas vueltas antes del viaje, si no se aburren—.

Hacía unos meses que cargaba el título de viuda en la frente y los trámites del testamento, las propiedades y los seguros se habían vuelto eternos y encajosos.  ¡Ni siquiera muerto dejaba de joder!  Pero ya pronto se alejaría de todo el barullo.

Vestía un discreto vestido negro, muy elegante y de marca fina por supuesto, el condenado apellido de casada que llevaba a cuestas significaba estar en combinación perfecta con las joyas autos, ropa, zapatos y el estatus.  Que ni se le ocurriera siquiera pasar frente a una venta de segunda mano y detenerse en la vitrina.

El semáforo marcó rojo y mientras esperaba el verde, se detuvo a observar el suntuoso anillo de compromiso y la argolla que competía en brillo con el sol, mudos testigos que le seguían recordando el martirio por el que había pasado los últimos años.

Lo conoció al poco tiempo de graduarse del colegio y era el ideal de toda jovencita adolescente: alto, guapo, de familia adinerada, carro del año y billetera sin fondo, y como la guinda del pastel, romántico, atento y extremadamente caballeroso.  Casi 10 años después de esa noche en que la deslumbró, Lorena terminó de comprender que esa ceguera juvenil fue la que determinó su fatal destino.

Tuvieron un noviazgo como cualquier otro, con altibajos... más bajas que altas, pero ella siempre justificó su suerte con la típica excusa “todas las parejas tienen sus problemas, es normal, tanto es el cariño y el amor que tiene miedo de perderme, por eso me cela, por eso necesita que estemos juntos todo el tiempo. Seguro es normal… normal…”  cuantas veces trató ella de convencerse de esa normalidad que al final terminó perdiendo la noción de realidad y farsa.  Eventualmente sucedió, se casaron por todo lo alto, el apellido del patojo lo ameritaba.  El vestido de diseñador mandado a hacer al extranjero, al igual que los zapatos.  Todas las damas vestidas igual, pastel de seis pisos y buffet abierto para más de 300 almas.  Luna de miel en Europa (y lo que sucedió en Europa allá quedará encerrado en la lujosa habitación del hotel) y al regresar, una casona nueva, totalmente equipada con sirvientas, jardinero y chofer, en una de las zonas más exclusivas de la ciudad, carros de lujo y tarjeta de crédito dorada.

“Para qué vas a trabajar, si necesidad no vas a tener”, le dijo su flamante esposo y el tema fue el causante de una de las primeras peleas de la pareja ya como marido y mujer.  Como era de esperarse, al poco tiempo Lorena estaba esperando a su primer hijo y sus días se vieron llenos de compras, arreglos para el parto, baby showers y los mejores médicos para ella y el bebé.  Nació el primogénito, un hermoso varoncito, rubio, sonrosado y risueño, al cual Lorena se aferró como tabla de salvación, esperando y deseando con todas sus fuerzas que las cosas finalmente cambiarían su rumbo, aunque no le garantizara felicidad eterna, al menos un poco de paz.

Para cuando llegó el segundo muchachito, ella estaba al borde de la locura.  Aquel joven hermoso y atento del que se enamoró se había convertido, con el paso de los años, en la personificación de todos sus miedos, al punto de volverse su día a día totalmente insoportable.  Los golpes y moretes nunca fueron en el rostro o en un lugar visible, “la gente es capaz de inventar cada estupidez y mal pensarlo todo, ellos no saben nada que todo esto es por nuestro bien”, le dijo una vez. 

El romanticismo y la delicadeza era cosa del recuerdo, sus elogios y piropos pasaron a ser insultos y humillaciones: “Cómo sos de inútil y así querías trabajar, sin siquiera controla al servicio podés, no sabes hacer nada”.  Sus hijos eran su único consuelo, ya que bendito sea el cielo, su flamante marido era de pensar que la crianza era oficio de mujeres y nunca se metió con la educación en el hogar de los niños.  Ella logró con mucho esfuerzo, aislarlos de todo el problema y ambos niños creían en ella ciegamente, su padre era solamente una figura más en su casa.

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El semáforo cambió a verde y ella se limpió las lágrimas del rostro.  Aceleró un poco, para llegar más rápido a su destino y salir de eso ya.  Hizo un recuento mental de todo lo que tenía que hacer y lo que ya estaba. Ya tenía los pasaportes, boletos y cheques de viajero.  Había pasado al banco por efectivo, uno nunca sabe, y al salir del banco no pudo evitar detenerse frente a la vitrina de una tienda de ropa de segunda mano.  Se enamoró de un vestido primaveral con el 50% de descuento que estaba puesto en el maniquí.  Entró, lo pidió, pagó en efectivo y regresó al auto con el corazón a mil por hora. 

Tenía esa sensación en el alma como si hubiese hecho una travesura, pues obviamente, en el mundo en el que acostumbraba a vivir, este era un acto descabellado y totalmente innecesario. Pero para ella era el símbolo de su nueva vida, ese cambio tan anhelado que a su espíritu urgía. 

Continuó su camino y en unos minutos divisó el pesado portón de hierro.  Como siempre admiró los rosales de la entrada, estacionó el auto y se bajó tranquilamente, respiró el aroma a grama recién cortada y comenzó a caminar.  La última vez que había estado en ese lugar había sido casi un año atrás, en el entierro de su esposo. 

Después de un pedante velorio, atascado de gente estirada e hipócrita, esta era su morada final, estaría junto a sus dos abuelos y un tío, obviamente en el área de más alcurnia del cementerio.  “Tan joven y bueno que era,” le oyó a decir una viejita que lloraba sonoramente.  “Qué pena que los niños crezcan sin su padre”, murmuraba otra mujer.  “¡¡¡Maldita delincuencia!!!”, gritaba desconsolada la madre del difunto, que olvidándose de la elegancia del apellido lloraba a mares a su nene.  Lorena fingió todo el tiempo estar en shock, de igual forma, fingir había sido el pan de cada día, así que le era tan natural hacerlo.

Había querido divorciarse unos tres meses antes de la muerte de su marido.  Sin decirle a nadie comenzó los trámites, buscó un abogado y le plateó el asunto.  El abogado, un señor serio, de mirada dura pero franca, le preguntó curioso “¿Contra quién es la demanda?”.  En cuanto ella mencionó del nombre del esposo, el abogado abrió mucho los ojos, colocó las manos sobre el escritorio y movió la cabeza negativamente.  “¡Ay no señora! Eso no va a salir, nos van a masacrar en el juicio, esto jamás se va a poder arreglar con un cruce de papeles.  La va a dejar en la calle, le van a quitar a los niños, la van a desprestigiar en todo.  Contra esa familia no se puede, tienen comprado a medio sistema judicial y la otra mitad… bueno, algunos les tienen miedo, otros sabemos nuestro lugar”. 

Seis abogados más le dijeron lo mismo… “¿Dónde diablos están los abogados mañosos y corruptos cuando se necesitan?”, pensó angustiada.  Al fin se había decidido, al fin había tomado valor para salir de esa tortura de matrimonio, pero seguro que esos abogados tranzas estarías del lado de su familia política lo muy menos.  El último con el que habló le hizo un comentario en broma: “Sólo muerto digo yo, que sería capaz de librarse de alguien como él, las leyes acá no ayudan en estos casos”.


2 comentarios:

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