miércoles, 2 de septiembre de 2020

Inconexos delirios del fin del mundo

Inconexos delirios del fin del mundo

Si a media tarde viene la muerte y encontrás en la piel texturas de sangre y latido que desean tan solo besarla, digamos inocentemente (cuando el deseo es deseo de niñez incompleta), la besás y todo se vuelve caos: las luces se apagan, incluso las luces rojas en aquella esquina de bar pijo, y chocan cosas-corazones desfibrilados en un universo perdido detrás de una puerta llena de polilla.

Ojalá no mueran muchos poetas para entonces, porque sonreír con la mirada es patético, poco práctico: luces mortecinas bequerianas y una adolescencia persiguiéndola. Me fui a contar mi vida a otra parte lejos de tu vista. Lo irreal es la manera de decir sin decir-dañar-prometer-cumplir-morderse-la-lengua.

Mis padres, quiero ser incluyente, parieron cuatro veces: dos mujeres, un hombre y un monstruo mutante que irradiaba matices y ternura bajo un pelaje hosco y hostil. Es decir, los inadaptados son más de lo que se piensan, aunque dicen que para dormir hay que contar ovejas.

No importa, moriremos alguna vez, moriremos cualquier día de cualquier semana, de cualquier mes. También se puede morir de formas estúpidas, como por consecuencia de una gota de saliva. Joder, los besos…

No, no estamos en guerra, no caerán bombas, quizá acompasará la lluvia y destruya igual los techos y los pisos. No, vos no tenés hambre de la que hace visibles las figuras geométricas del cráneo, con agujeros que tienen profundidad de mar. Solo sos vos sintiendo tu ombligo con ansiedad. Hasta ahora, durante una pandemia, te das cuenta de qué va la vida, tanta pena por las blancas banderas, tanta arrogancia y tanta ceguera por no haberla olido nunca. No, no te perseguirán, aún no hacés nada lo suficientemente peligroso, como defender el agua o negarse a una imaginaria propiedad privada.

Solo queda asumir la furia y la frustración por no haber tenido una soledad sana, sin violencia, sin tanto ruido que recubre como delgado caramelo-caramelo tu fragilidad. No, no morirás con un respirador mal atracado en la garganta, y si lo hacés en el mejor de los casos, para qué cediste tu corto tiempo a lo que nunca existió, serás otra persona muerta, tan bonita, tan calladita.

Claro que me hubiera comido sus sonrisas. ¡Todas! ¡Hay dudas que ofenden! (Sentirse ofendido en este país da pena-risa-rabia. Todo corroe porque nos sentimos tan poco que queremos adherirnos más carencias para que se vea inflado el ego desnutrido).

Jonás le dijo a Jonás: «¿A quién le cuentas que me extrañas?». Y pienso en ella, en los discursos, en los circos, en los animales amaestrados, en un dios, en un arca binaria, pienso en los mitos fundacionales de nuestros recuerdos, un Borges ciego mirando el Aleph. Me pregunto si ella le podría decir a Jonás: «Muchacho, dejá de huir».

Edna O’Brien lo dice bien: «Uno no puede matar a los muertos», también dijo algo sobre los cuerpos sin cerebro que toman decisiones. Recordaba a mis niños muertos y es difícil soportar la idea de que estén muertos mientras tantos otros afirman que su respirar vale más. Edna sigue diciendo: «Murmurar, algo terriblemente perverso». Yo la apoyo, por eso le digo a la vecina que chilla: «Si su pecado es ladrar, asesine usted al perro, pero deje de contarme las costillas como si supiera de cirugías, de vidas ajenas, de cómo se cuenta un buen chisme. Usted está convencida de su tan baja calidad humana que aburre hablar sobre usted».

Los perros ladran como los niños nacen viscosos por la vagina o por el vientre en una cómoda cesárea. También lloran, se ensucian todo el tiempo, gritan y, al crecer, se convierten en desperdicio humano según el conteo de sus abandonos. ¿Es la normalidad de cada especie?

Finjamos que no nos drogamos-dormimos-idiotizamos para mancillar, pasar, resistir, soportar la soledad. Le estamos poniendo demasiada atención a nuestro ego: un engendro alimentado con leche, miedo y placer-confort.

Mucho antes de esta historia observaba a mi padre cuando se vestía. Abotonaba la camisa de abajo hacia arriba, con el orden y lo mecánico como argumentos. Luego venían las psicodélicas corbatas de los años setenta, colores divinos, femeninos, lujuriosos. Mi padre usaba mancuernillas, quizá por eso detestaba las camisas de manga larga. Después empezó a usar chalecos de militar retirado. De anciano lo confundían con algún viejo general a quien le abrían la puerta. ¿Será lo mismo ver a un anciano y pensar en un asesino?

Pienso en mi padre, blanco o rosado camarón, con sentido del humor de chispa respetuosa e inteligente. Sabía usar la voz y las palabras, milimétricamente moduladas, y la sonrisa o carcajada, usables ambas, que se oían a maravilla (menos la de un 28 de enero, cuando era de hiena siniestra, cuando el odio carcajeó un entierro, cuando estuvo convencido de que su dios deseó matar y mató, según él, el no-hombre de ese instante, según su insignificante ignorancia). Hoy la carcajada, que recobró un poco de la magia evaporada, está cansada, permanece dormida y entre las manos, el control de la TV.

Nosotros que no aprendimos a estar solos, ¿cómo recuperamos el amor? ¿De qué amor hablamos? ¿Del sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser? Impresionantes ovejas. Nuestra queja es honesta cuando nos duele. El dolor se maquilla, pero no se esconde. A veces se disfraza, y vaya esperpentos que se atreven a erigirse en líderes con amor.

«Instrucciones para matar a un vecino incómodo». No, no podés escribir eso, es como aceptar que este mínimo encierro nos está volviendo locos. Solo habían pasado seis días y ya era abrumadora la prisa por convertirnos en asesinos en serie. Había sonrisas hipócritas y violencias más cercanas. Es necesario volver a las ideas que tranquilizan-adormecen-mecen realidades en las que la soledad da vueltas de tuerca tan fuertes que paralizan el sentir. Nos palpamos las venas y el luego el espejo, con nuestros labios, nos dice: «No sos nadie».

En un futuro más que improbable (¿cómo deben ser los futuros?) mi hijo se llamaría Joaquín. Crecería como cualquier niño en este país. Con sus traumas de abandono, miedo heredado e insistencia enferma con cuadros de complejidad variable. Y se suicidaría a los veinticinco años, después de varias crisis de inmensidad, con tan poca capacidad de expresarse con palabras o acciones.

Mi hija se llamaría Erín, nombre que su madre eligió porque algo celta le recorría la sangre (quizá como la O’brien), la añoranza de un lugar lejano, la melancolía por días grises. Ella, Erín, la primera, no nacería. A su madre le arrancaron la matriz. La metástasis se activó por malas prácticas médicas llenas de supersticiones sobre los cuerpos de las mujeres y apegos perversos de familia. Creo que comprendo por qué mi padre nos repetía cuando éramos niños: «la familia embrutece, envilece y empobrece».

Después de una tras otra de relaciones fallidas, ¿somos expertos en sexo? Lo escribe aquí alguien que no ha practicado en varios meses, quien se está limitando-conteniendo-usando un Scheuklappe (me parecía tan inverosímil la palabra «tapaojos») por desear un cuerpo de venticuatro años. Un cuerpo, no una persona. ¿Después de tanta relación fallida somos tan básicos? Es absurda la postura de cualquiera un sábado a la una de la tarde con un calor sofocante en un país del trópico. Y nos damos aires de grandeza por menospreciar el sudor.

Estoy ignorando los deseos que palpitan desde los huesos como martillo de albañil. Lo hago conscientemente, aunque la semana antes del confinamiento quise abrazarla por la espalda, rodearle la cintura. Estaba tan cerca de mí mientras hablaba con alguien más. En mi control obsesivo de recordar cosas insignificantes, puede que haya imaginado más de dos momentos en los que el mundo se desvaneció en sus hoyuelos, en que mi mirada se concentró en su nerviosismo y desidia. Cómo noté el color de sus ojos, que su boca es pequeña y su voz grave. Luego viene el recuerdo abrupto de un «no». La negación sucedió durante tres estúpidos sueños, el subconsciente te ahorra situaciones ridículas. En los tres sueños era obvio que quería besarla. En el último sueño ella dice: «No te equivoqués». Tan claro y tan decepcionante. Luego despertar, siempre hay que despertar cuando las realidades ya no son probables ni placenteras ni tienen gatos amarillos.

A mis treinta y siete años, el deseo debe volverse más real y tangible. Los supuestos entorpecerían nuestra ficción de paz. Quizá todo se trate de tenerle aversión a las palabras cuando tienen connotaciones poco atractivas o inconvenientes, no gratas para nuestro fino oído hipócrita. Las palabras lastiman, dejan surcos nuevos en las manos, en las líneas periféricas de la corteza cerebral, pueden cortar cicatrices. Quizá solo tenga el problema de perseguir a la heterosexualidad. Desear lo imposible también crea entornos-confort a la medida.

Aviso: «No entrés en ningún espacio real o simbólico sin haber identificado la salida». El aviso lo vi dos años después. El tiempo no es lineal, ese ni siquiera es mito fundacional, ¡debería ser sentido común!

El monólogo-reclamo siguiente fue pensado en inglés. Balbuceantemente en un idioma parco he dicho lo que me ha dolido. Decirlo en mi idioma materno destruiría la esperanza. Hay que identificar las salidas… nótese en la versión en español el uso de la segunda persona en singular. ¿El voseo es más íntimo?


-You do it for me? Is that what you are doing? Is that why I'm feeling it? Do you do it for me? Mmm… I doubt… No, no… you do it for yourself. Because of you and because of the guilt. For guilt to be relieved after two years. You intercede for me at this time. You are fair. You are also imperfect and you like ice cream on rainy days, but you are fair. I do know it.

-¿Lo haces por mí? ¿Es eso lo que estás haciendo? ¿Es por eso que lo estoy sintiendo? ¿Lo haces por mí? Mmm…. Dudo… No, no… lo haces por ti. Por ti y por la culpa. Para que la culpa tenga alivio después de dos años. Intercedes por mí en este momento. Eres justa. También eres imperfecta y te gustan los helados en días de lluvia, pero eres justa.  Eso sí lo sé.

En este mundo normal las mujeres pueden convertirse fácilmente en madres de sus parejas hombres, mujeres o seres-pez antes que ser sus amigas. La amistad requiere de acuerdos serios como decirse potajes olorosos a los ojos sin parpadear. Por otro lado, el incesto está normalizado (véase «normal») y es real, y los imaginarios lo perpetúan en adultos rotos. 

La pandemia nos ha llenado el cuerpo con lana. Somos ovejas que gritan que quieren tener una vida normal. ¿Te podés imaginar la vida normal de las ovejas, incluso de las negras? Joder. Añorar la n-o-r-m-a-l-i-d-a-d. ¿Podés imaginar al conejo blanco consultando el reloj?

El mundo acabará en algún momento y siempre a destiempo. Como se mancillan los nombres de los dioses. He de decir que creo en el dios Tiempo. ¿Podemos imaginar a un dios llamado Tiempo que usa lentes de fondo de botella y botitas fuscia? ¿Sería calvo o idéntico a vos? ¿O nos han arrebatado la creatividad?

Ya sabemos del caos de la normalidad, de las rancias herencias familiares y de cuartetos poliamorosos peores que la monogamia. Sanar el caos necesita fe, he allí el dios Tiempo… ¿Podremos darnos un beso antes de que acabe el mundo? Y no se lo pregunto al cuerpo veinteañero, sino a ella, la justa de cuarenta y siete.

Noe Vásquez Reyna

(Ciudad de Guatemala, 1983)

Sobre todas las cosas es lector@. Se licenció en literatura y se ha especializado en comunicación. Ha publicado dos libros de relatos, una novela corta para adolescentes y un poemario digital. Ensayos literarios, artículos periodísticos, columnas de opinión y trabajos de ficción y no ficción han sido publicados en antologías y revistas de Guatemala, El Salvador, Alemania y Noruega. Actualmente es columnista y subdirectora de la revista digital centroamericana de cultura y opinión Casi literal, y trabaja en gestión cultural en Casa Cervantes. Es cofundadora del colectivo LGTBIQ Promiscuos ConCiencia, que organiza charlas colectivas sobre temas en torno a los vínculos y relaciones humanas.

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