Julieta
había muerto. Su cuerpo acribillado se desplomó en la acera. Los hilillos de
sangre liberaban pena; sus ojos abiertos mostraban alivio. El autobús pasó,
como cada mañana, pero no se detuvo para llevarla a la escuela. El simulacro
resultó ser cierto. La trampa, el rapto, el supuesto suicidio fue asesinato a
quema ropa. Los encargados de llevarse a la niña aspiraron más de lo que
debían. Sintieron hincharse sus frágiles manos para sostener las nueve
milímetros. Antes de jalar el gatillo se incrementa el peso de las armas.
Disparar es hacerse grande y anular la
inocencia de las víctimas mientras se desquebraja el alma de los niños
asesinos.
Romeo
esperaba. En el celular escuchó lo que no quería. Gritó y lloró como el Romeo
de Verona. Su amor de su corta vida yacía en un asfalto frío. Sus ojos claros
en su cara curtida rebalsaron de venganza que borbotaba desde la garganta.
Los Romeos
tercermundistas toman todo por la fuerza, se creen héroes saturados de heroína
que reclaman su derecho de destrucción, se identifican osados mientras cabalgan
en el miedo, su sombra. Romeo reunió a su ejército de hijos empobrecidos,
desnutridos, temerosos y armados. La orden era cubrir la tierra con Capuletos
caídos a balas Montescas.
Irrumpieron
en el sepelio de Julieta. El cuerpo rígido interpretó las detonaciones como el
primer puño de tierra que caería sobre la caja parda. Su madre quería una
blanca, decía que su niña era virgen y que el blanco palearía las injurias de
familiares y vecinos.
Las salvajes
venganzas no tienen olvido y brotará la sangre de generación en generación,
como lo maldice la Biblia. El cuerpo de un joven fue encontrado horas después a
centímetros de la fosa de Julieta, que permanecía abierta. Alguien le había le
había dado el tiro de gracia. Para ese entonces, Romeo gozaba el triunfo y
aliviaba su pérdida violando a la segunda Julieta de la escuela.
*Este cuento
pertenece a la sección Metatextos, del libro aún no impreso Caer, de Diana Vásquez Reyna
No hay comentarios.:
Publicar un comentario