miércoles, 2 de agosto de 2017

Mateo




—¿Sabes que haría por placer?—, preguntó con rabia. —Pegarme un tiro en plena calle abierta en hora pico—, respondió. Su mirada se había dulcificado hasta la lágrima, decirlo le había concedido cierto alivio. Esa tensión que tenía dentro de sí podía convertirlo en un poeta o en un maníaco desquiciado con ganas de romper cuellos, cualquier cuello. ¿Bipolar? Quizá, pero ese no era el punto. Este mundo pare bipolares por centenas que cohabitan neurálgicamente y que, poco a poco, estallan en asesinos o caníbales.

Mateo era un tipo sensible, demasiado. Era un enamorado empedernido, y siempre le iba mal. Actuaba como un niño de cinco años o como un adulto con crisis de bebé. La incomodidad puede ser en demasía e inexplicable. A su temperamento se le agregaban complicaciones comunes: dos hogares, deudas y estrés. La mayoría de los hombres lo hacen todo el tiempo, y él, que había nacido mujer, no terminaba de comprender por qué ser tan inconstante era la norma.
 
Sus mujeres —el paso transversal no le había anulado lo machista— conocían sus debilidades, sus fobias, sus incoherencias, y le perdonaban todo. Yo solo podía pensar en que realmente era un buen amante. Porque Mateo era, sobre todo, un manojo de nervios con una hermosa sonrisa.

Y claro, era fascinante con sus discursos, sus vueltas y venidas. También era un excelente malabarista con suerte, pero él no se percataba de ello. Entre todo lo que sostenía, llevaba y cargaba, pasaba por alto que era un tipazo con suerte. Le iba bien en un país como este. El tipo escribía, y le pagaban por ello. Tenía un lujo de vida.

Un día gris humeante como de verano en espera, las cosas dejaron de ser como siempre para Mateo. Conoció a alguien que le prometió cosas sencillas sin exageraciones sentimentales como empaparse bajo una lluvia tierna. Lo dejó todo. Mateo había comprendido que no debía esforzarse por ser, sino simplemente dejarse ser. Mateo y Lucas se mudaron de país. Lo último que me escribió fue esto: “Manuel, jodete, acabamos de adoptar un perro”.
  
*Este cuento pertenece a la sección Obituarios, del libro aún no impreso Caer, de Diana Vásquez Reyna.

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