miércoles, 16 de agosto de 2017

De mí



Luego me dijo: —“Tengo miedo de encontrarme en la mirada de un hombre”. Callé. Sus palabras iniciaron un eco en la cueva inmensa de la memoria y la voluntad. Desde hacía seis meses había descubierto en mi piel las escamas agrestes de una verdad húmeda y anfibia. Algo habitaba en la profundidad del ser, algo se había instalado ahí desde la niñez y había crecido conmigo. Con señales absolutas y sutiles salía, atacaba y luego se sumergía de nuevo en la máscara humana que nos vamos delineando a lo largo de la vida.

—¿Qué hay detrás de la melancolía? —, preguntó.  —Una fotografía, una sonrisa —, respondí espontáneamente. Luego de lo bonito, aparecen las sombras, los fantasmas violentos. Grité tantas veces hasta desconocerme la voz. Quise a la fuerza, con dolor exquisito, angustiante, hasta la herida que se zambulle por décadas en la mirada. —Nunca pensé que podría apropiarme del cuerpo, de la identidad de otra persona—, le dije tiernamente después de uno de los episodios tormentosos por el que le había pedido perdón y jurado que no volvería a suceder. Su silencio lo inundó todo.

Drenar una vida es posible con ¿egoísmo?, ¿altanería?, ¿indiferencia? Definitivamente se puede con ceguera apremiante y escurridiza. No me había percatado de que me estaba convirtiendo en otra cosa, en una especie de existencia ancestral que destruye la naturaleza, esa maldad que se moldea en los seres humanos.

La bondad y la maldad distribuidas en partes iguales se configuran y se acompañan, se deberían de construir al mismo tiempo, pero eso no pasa la mayoría de las veces. Yo, que defendía la vida, a la mujer y su libertad, erigía ataúdes de piedra en mi sala. Llevaba una pala atada a la espalda, siempre dispuesta a enterrar lo torturado con mis propias manos.
Cuánto permitimos. Los quejidos. Los insultos. Los escándalos ominosos. El miedo en la mirada ajena. Recorrí su cuerpo con trazos seguros, infames. Nos penetramos con sadismo, ¿pasa todo el tiempo traspasar los límites del placer y hacerlo cruel? Solo sé que mezclamos todos nuestros vacíos con la dulce acidez grana. Compartimos fetichismos ingenuos, guardados, reprimidos. Nos convertimos en objetos, en necesidades. Las reconciliaciones, los besos y el sexo esconden por momentos las frustraciones de no encontrar puntos de encuentro, de no admitir que no eran tantos, que quizá no existieron.

Omitimos la desgracia: dos seres que decían que se amaban lo que hacían era humillarse en ese camino que aprendieron a andar desnudos y descalzos. Les dijeron que era amor y se lo creyeron, y luego se dieron cuenta de que era muchas cosas, con salpicaduras de intentos de amor, y un día despertaron del profundo sopor en que los sumía ese tosco sendero. Respirando fango, quedaban tendidos, perdidos, disociados de sí mismos.   

—Te voy a amar, no importa con quién estés o dónde estemos—, dije por teléfono. Ella, que llamaba, había huido tantas veces, como aquellas lágrimas que brotaban mil veces de mí.

La amaba, quise enterrarla rogándole que no muriera. Inconsistencias que se experimentan cuando se consiente el dolor, la angustia, la fuerza que rompe, que desquebraja a la persona que calentaba el lado izquierdo de mi cama.

Uno de los machetazos marcaron a Yolanda con una cicatriz que le atraviesa en horizontal el rostro por encima de las mejillas y el tabique. Ricardo fue condenado a 20 años de cárcel. Es posible que diga que no ha dejado de amar a Yolanda.

*Este cuento pertenece a la sección Obituarios, del libro aún no impreso Caer, de Diana Vásquez Reyna.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Entrada destacada

Luis Cardoza y Aragón

Nació en la ciudad de Antigua Guatemala el 21 de junio de 1901. Fue poeta, diplomático y uno de los intelectuales más importantes d...