Luego me dijo: —“Tengo miedo de encontrarme en la mirada de un hombre”. Callé. Sus palabras iniciaron un eco en la cueva inmensa de la memoria y la voluntad. Desde hacía seis meses había descubierto en mi piel las escamas agrestes de una verdad húmeda y anfibia. Algo habitaba en la profundidad del ser, algo se había instalado ahí desde la niñez y había crecido conmigo. Con señales absolutas y sutiles salía, atacaba y luego se sumergía de nuevo en la máscara humana que nos vamos delineando a lo largo de la vida.
—¿Qué hay
detrás de la melancolía? —, preguntó.
—Una fotografía, una sonrisa —, respondí espontáneamente. Luego de lo
bonito, aparecen las sombras, los fantasmas violentos. Grité tantas veces hasta
desconocerme la voz. Quise a la fuerza, con dolor exquisito, angustiante, hasta
la herida que se zambulle por décadas en la mirada. —Nunca pensé que podría
apropiarme del cuerpo, de la identidad de otra persona—, le dije tiernamente
después de uno de los episodios tormentosos por el que le había pedido perdón y
jurado que no volvería a suceder. Su silencio lo inundó todo.
Drenar una
vida es posible con ¿egoísmo?, ¿altanería?, ¿indiferencia? Definitivamente se
puede con ceguera apremiante y escurridiza. No me había percatado de que me
estaba convirtiendo en otra cosa, en una especie de existencia ancestral que
destruye la naturaleza, esa maldad que se moldea en los seres humanos.
La bondad y
la maldad distribuidas en partes iguales se configuran y se acompañan, se
deberían de construir al mismo tiempo, pero eso no pasa la mayoría de las
veces. Yo, que defendía la vida, a la mujer y su libertad, erigía ataúdes de
piedra en mi sala. Llevaba una pala atada a la espalda, siempre dispuesta a
enterrar lo torturado con mis propias manos.
Cuánto
permitimos. Los quejidos. Los insultos. Los escándalos ominosos. El miedo en la
mirada ajena. Recorrí su cuerpo con trazos seguros, infames. Nos penetramos con
sadismo, ¿pasa todo el tiempo traspasar los límites del placer y hacerlo cruel?
Solo sé que mezclamos todos nuestros vacíos con la dulce acidez grana.
Compartimos fetichismos ingenuos, guardados, reprimidos. Nos convertimos en
objetos, en necesidades. Las reconciliaciones, los besos y el sexo esconden por
momentos las frustraciones de no encontrar puntos de encuentro, de no admitir
que no eran tantos, que quizá no existieron.
Omitimos la
desgracia: dos seres que decían que se amaban lo que hacían era humillarse en
ese camino que aprendieron a andar desnudos y descalzos. Les dijeron que era
amor y se lo creyeron, y luego se dieron cuenta de que era muchas cosas, con
salpicaduras de intentos de amor, y un día despertaron del profundo sopor en
que los sumía ese tosco sendero. Respirando fango, quedaban tendidos, perdidos,
disociados de sí mismos.
—Te voy a
amar, no importa con quién estés o dónde estemos—, dije por teléfono. Ella, que
llamaba, había huido tantas veces, como aquellas lágrimas que brotaban mil
veces de mí.
La amaba,
quise enterrarla rogándole que no muriera. Inconsistencias que se experimentan
cuando se consiente el dolor, la angustia, la fuerza que rompe, que desquebraja
a la persona que calentaba el lado izquierdo de mi cama.
Uno de los
machetazos marcaron a Yolanda con una cicatriz que le atraviesa en horizontal
el rostro por encima de las mejillas y el tabique. Ricardo fue condenado a 20
años de cárcel. Es posible que diga que no ha dejado de amar a Yolanda.
*Este cuento
pertenece a la sección Obituarios, del libro aún no impreso Caer, de Diana Vásquez Reyna.
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